Steve Jobs suele ser considerado uno de los líderes más inspiradores de la historia, no solo gracias a que impulsó el iPhone, el iPad y otros dispositivos de Apple; Jobs es leído como un visionario porque anticipó una nueva forma de hacer negocios inspiradora de lo que hoy se concentra en Silicon Valley. Sin jerarquías injustificadas, sin convencionalismo; la nueva empresa es líquida y disruptiva.
Pero, de ser tú el reclutador de una empresa importante: ¿hubieras aceptado a un universitario desaliñado con algo de interés por la tecnología?, ¿un hippie que, según cuentan, olía tan mal que en Atari tuvieron que reasignarle al turno de noche? No solo eso. Walter-Isaacson cuenta en su biografía sobre Jobs que el californiano era manipulador, arrogante, “un terrible gerente”, un ingeniero mediocre y un tecnólogo irrelevante.
Insistimos: ¿le hubieras mantenido en tu empresa? Generalmente cuesta pasar por alto semejantes debilidades y, en su lugar, fijarse en las virtudes latentes de la persona en cuestión. En el caso de Jobs, manifestaba una habilidad genuina para entender las demandas de los usuarios y eso lo mezclaba con una gran perseverancia en la consecución de sus objetivos. Gracias a su olfato, tenía fijaciones que redundaban en el beneficio de la empresa.
Evitar la debilidad, explica Peter Ducker en su clásico ‘The Effective Executive’, producirá, en el mejor de los casos, simple y llana mediocridad.
El biógrafo de Jobs le pintó como un hombre de gigantescas debilidades pero también de grande fortalezas. Fue un líder carismático que inspiró a la gente a hacer aquello en lo que creían posible, siendo además uno de los grandes empresarios sin grandes credenciales a sus espaldas. De hecho, Steve Jobs nunca llegó a terminar sus estudios universitarios.
El publicista David Ogilvy es otro ejemplo de persona hecha a sí misma contra las convencionalismos del mercado laboral; otro genio que desafió la ‘titulitis’ y salió victorioso. En 1949, Ogilvy tenía 38 años y ninguna experiencia en publicidad –salvo una breve experiencia en la agencia de su hermano en Londres–. Antes había abandonado Oxford para trabajar como chef en París, vender hornos en Escocia, dedicarse a la investigación en Hollywood, ser espía de la Coordinación de Seguridad Británica y a la agricultura con los amish en Pensilvania.
Años después, el 5 de marzo de 1971, cuando ya estaba consagrado en el mundo de la publicidad, Ogilvy envió esta nota autobiográfica a uno de sus socios: “¿Hay alguna agencia que contrate a este hombre? Tiene 38 años de edad y carece de empleo. No terminó sus estudios universitarios. Ha sido cocinero, vendedor, diplomático y granjero. No sabe nada de publicidad y no ha escrito nunca un anuncio. Afirma estar interesado en la publicidad como carrera y está dispuesto a trabajar por 5 mil dólares al año. Dudo que ninguna agencia norteamericana llegue a contratarlo. Sin embargo, hubo una agencia londinense que sí lo contrató. Tres años después se había convertido en el redactor publicitario más famoso del mundo. Moraleja: En ocasiones, el que una agencia sea imaginativa y poco ortodoxa a la hora de contratar a su personal tiene su recompensa”.
En último perfil de trabajadores poco ortodoxos –recogido en este texto de Medium–, sin apenas credenciales que se convierten en iconos, se llamaba Alan ‘Ace’ Greenberg y empezó siendo un empleado raso de Bear Stearn. Greenberg ascendió hasta la presidencia de la firma y bajo su mandato el banco de inversión terminó siendo de los más rentables del mundo.
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En definitiva, identificar el talento en bruto, sin el mapa de las referencias y las experiencias previas, es una capacidad poco explotada que a la larga puede ofrecer un rédito brutal. A veces ocurre que los empleados más talentosos no se han graduado en las mejores escuelas; sino que están desarrollándose en su campo, por libre, esperando a que una empresa sepa ver más allá del currículum.
De fijarnos en el currículum del Steve Jobs postadolescente, un hippie sin estudio al que cambiaron de turno por su desacuerdo con la higiene, tal vez no le diéramos ni dos días de prueba en nuestra empresa. Tal vez Atari nunca hubiera confiado en él y, sin esa experiencia, Apple jamás hubiese existido.
O tal vez sí.